miércoles, 29 de junio de 2011

Marcada

Dos hombres se acercaron y se pusieron a mi lado. Les miré, alarmada. Me tomaron en sus brazos y me llevaron al tronco caído. Me hicieron apoyar de espaldas, con la cabeza echada hacia atrás; me ataron las manos y me las hicieron pasar por encima de ella. Estaba completamente estirada, con una pierna a cada lado del tronco.
—¿Qué están haciendo? —grité, mientras sentía que me amarraban el cuerpo estrechamente al árbol—. ¡Deténganse! —dije intentando resistirme al sentir las cuerdas sobre mi vientre, en el cuello, en los tobillos. Tenía las piernas más altas que la cabeza. No me podía mover, estaba atada al árbol. Los hombres retrocedieron unos pasos.
Mi amo se acercó al fuego, de donde extrajo, con el guante de cuero, la barra de hierro. Sentí el calor que desprendía incluso desde ahí. Dos hombres, de entre los más fuertes, me sujetaban firmemente el muslo izquierdo.
Le miré a los ojos.
—¡No, por favor! —le rogué—. ¡No, por favor!
Y, cabeza abajo, indefensa, fui marcada como esclava goreana.
Todo duró, creo, unos segundos. Esto es indudable, pero puedo dar testimonio de que, para una chica marcada, el recuerdo de estos segundos es muy largo.
Al principio es una sensación fugaz, un contacto instantáneo sobre la piel. Pero luego se hace eterno, lo sientes penetrar, implacable, en la carne, firmemente fijo en tu cuerpo. No podía creer lo que me estaban haciendo; no podía aceptar aquel dolor. No solamente lo sentí, sino que también pude escucharlo mientras se imprimía en mí. Era un sonido siseante, hiriente, y un olor a carne quemada… Mi propio cuerpo había sido marcado; nunca había chillado tanto en mi vida. Me marcó, limpia y profundamente. Luego, sin prisas, el hierro ardiente fue retirado.
Olí mi propia carne quemada. Los hombres soltaron mi muslo y contemplaron su obra. Parecían satisfechos de su trabajo.
Luego se retiraron, dejándome atada en el tronco.
Estaba psicológicamente hundida con lo que acababa de sucederme. El dolor había disminuido. Era insignificante comparado a mi estado de ánimo. Había sido marcada. Gemí. Lloré. La herida cicatrizaría, pero la marca iba a permanecer, no desaparecería tras el dolor. Me identificaría ante todos definitivamente. Sabía que ahora era profundamente distinta a antes. ¿Qué debía significar esa marca? Casi no me atreví a imaginarlo. Sólo podía tener un significado. Sólo los animales llevaban marcas de este tipo. Permanecí miserablemente atada al tronco, inmovilizada.
Oía el ruido de los hombres cenando. Alcé la vista y vi las tres lunas en el firmamento. Podía oler la carne asada, escuchar los sonidos de la noche, de los insectos. Las lágrimas se habían secado sobre mis mejillas. Me seguía preguntando cuál era la naturaleza de este mundo al que había llegado, un mundo en el que una muchacha podía ser tan brutalmente marcada.

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