martes, 5 de julio de 2011

La esclava de Gor (Crónicas de la Contratierra). Campanillas

Después de la cena, tomaron a Eta y llenaron su cuerpo de campanillas, en los tobillos, en las muñecas, alrededor del cuello. Cinco hombres se colocaron ante ella, a unos cinco metros. Otro en función de árbitro, le quitó la blusa, lo que hizo gritar de satisfacción a los demás, dándose palmadas en el hombro izquierdo con la palma de la mano derecha. Eta los miró arrogante, con las campanas que envolvían su cuerpo, cayendo alrededor de sus pechos. En su muslo izquierdo había una marca que no pude ver claramente en la oscuridad. Le ataron las manos a la espalda. El juez le ató una cinta a la cintura, en la que, sobre su cadera izquierda colgaba una campana algo mayor que las demás, que, con su sonido más grave, guiaría a los hombres. Mientras se mantenía orgullosa en pie, se le echó una tela opaca sobre la cabeza, amarrada bajo su barbilla. Se la encapuchaba para no influir en el resultado final del juego. Sospeché que se divertirían persiguiéndola hasta que uno la atrapase, sin ella saber quién era. Estos bárbaros encontraban este juego divertido. A los cinco hombres se les encapuchó igualmente. Eta se mantenía completamente inmóvil, sin provocar el menor sonido de las campanillas. Se desorientó a los participantes a base de darles vueltas por el campamento, lo que originó una carcajada general. El árbitro, con una vara en la mano, se acercó a Eta. Era indignante; sentí compasión por mi desafortunada hermana, pero también curiosidad por saber quién sería el primero en atraparla. Yo sabía bien a cuál de los cinco habría escogido, de haber tenido la ocasión, para que pusiera sus manos sobre mí. Era un gigante rubio de largo pelo que caía sobre su hombro; sin duda, para mí, el más atractivo de todo el campamento, aparte de mi amo. Pero él no participaba, dado su alto rango, aunque observaba divertido y con interés. Se llevó la jarra de Paga a los labios. Pensé que él también habría hecho ya su apuesta.
      El árbitro levantó su vara.
      Gritó una palabra que más tarde aprendí significaba “Caza”. Era la señal que indicaba el comienzo del juego, que empezaba la captura de la chica. Al mismo tiempo que lanzaba su grito, azotó a Eta con su vara en el trasero; un breve y preciso golpe que la hizo chillar al tiempo que iniciaba su carrera bajo el tintineo de todas sus campanas. Los hombres se dirigieron en dirección a ese sonido. De repente, ella se paró, agachándose inmóvil con las manos atadas a su espalda. No estaba autorizada a permanecer quieta más de cinco ihns, tiempo equivalente a algo menos de cinco segundos. En caso de que, atemorizada o cansada, no se moviera en este tiempo, el árbitro, con el mismo golpe de vara con que inició el juego, identificaba su posición ante los participantes. Un instante antes de que transcurriesen los cinco ihns, Eta cambió de posición. Dos de los hombres gritaron airados, pues pasó entre ellos sin que pudieran cogerla. El árbitro les amonestó duramente. No podían identificarse bajo ninguna excusa, pues esto podía condicionar la conducta de la chica en el caso que tuviera preferencias a la hora de ser capturada por algún macho en especial. Por supuesto que de la chica se espera una buena actuación; si se deja atrapar demasiado pronto, se la ata con las muñecas por encima de la cabeza para ser azotada. Raramente, sin embargo, hay que llegar a tales extremos. Las chicas se enorgullecen de sus habilidades en el juego de la Caza, les gusta participar en él, esquivar a sus perseguidores, aunque saben que al final, inevitablemente, serán capturadas.
      Eta era experta en el juego. Pero también lo eran los hombres. Sospeché que lo habían practicado a menudo.
      Por dos veces tuvo el juez que incitar a la bella con su vara para que se pusiera en movimiento.
      Al fin, ya no supo hacia qué lado escabullirse. Los hombres la rodeaban silenciosos.
      Ciega, encapuchada, fue a parar a los brazos del joven gigante rubio. Con un rugido de placer la tomó y la echó sobre la hierba, ensartándola bajo su cuerpo. La había cogido.
      El árbitro gritó una palabra que, como más tarde aprendí, significaba “Captura”. Y le dio una palmada al hombre en la espalda. Los demás retrocedieron, y, horrorizada, contemplé la violación de Eta, atada y encapuchada, envuelta en sus campanas.
      Cuando hubo terminado, el joven se alzó, quitándose la capucha, mientras los demás hombres alzaban sus copas vitoreándole. Él sonreía, había ganado. Regresó a su lugar. Hubo intercambio de dinero. Ella yacía olvidada por todos. Sentí tanta lástima por mi pobre hermana… Pero al mismo tiempo la envidiaba.
      Poco después el juez regresó, ordenándole que se incorporase. Se levantó tambaleándose, lo que provocó la agitación de todas sus campanillas.
      De nuevo dio la señal de empezar, tras azotarla otra vez con su vara. La caza volvió a comenzar, el segundo puesto estaba en juego. A los pocos minutos fue capturada y poseída con rudeza y placer. Cómo la envidiaba, secretamente, bajo la lástima que sentía por ella. Vi obtener del mismo modo el tercer y cuarto puesto. Cuando el quinto hombre se quitó la capucha, hubo una gran risotada, pues al haber sido el perdedor, no obtuvo el derecho a gozar de ella, de la hermosa mujer campana.
      El árbitro le quitó la capucha y le desató las manos. Ella sacudió su cabeza, su cabello brilló en la penumbra. Tenía una expresión algo cansada y sudorosa, pero se la veía radiante por el placer obtenido. Curiosamente, parecía tímida. Se sentó sobre la hierba, para quitarse las campanillas de encima. Cuando se quitaba las del tobillo izquierdo, miró hacía mí.
      Le devolví la mirada, con enojo.
      Ella sonrió. Cuando se desembarazó de la última campana, se me acercó, riéndose, y me besó.
      Ni siquiera la miré.
      Luego fue a recoger su blusa, y llevándola perezosamente a rastras, fue a tenderse a los pies de mi amo. Recordé su mirada. Era la mirada de una mujer que, sabiéndose increíblemente bella y atractiva, se había puesto a merced del deseo de unos hombres a los que supo satisfacer plenamente.
      Estaba furiosa con ella. La envidiaba. Me había mirado como si yo fuera una pobre chica ingenua.

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